Puerto Padre es una ciudad con una gran tradición cultural, sobre todo en la música y la literatura, pero también en la investigación histórica, lexicológica, arqueológica. 

Sus habitantes siempre supieron cultivar y apreciar el arte, incluidos el arte de la hospitalidad y las buenas maneras, y el de los necesarios pequeños detalles, imprescindibles para lograr grandes empeños. Cuando intento formar parte del movimiento literario allí, tenía a mis espaldas una larga lista de nombres conocidos y reconocidos en el país y más allá de sus fronteras. No menciono nombres porque la lista sería muy extensa. Era un desafío grande. Cuando logré unirme a los que como yo soñaban con la gloria, no la gloria vacía del renombre, sino la gloria de ser parte de algo que se conoce y ama, no hice más que ser otra voz en el coro. Eso es para mí un logro mayor. Decir: soy de Puerto Padre, es un orgullo que nunca disminuye. Y el hecho de haber trabajado durante treinta años en su museo municipal, quince de ellos dedicados a la animación y promoción cultural, fue un privilegio y una escuela. Porque allí adquirí y compartí conocimientos, realicé sueños, entablé amistades que perduran en el tiempo. Fue lo mejor que me pudo suceder en el plano laboral y humano. 

Lloré cuando un huracán dejó maltrecho el edificio de la institución, porque lo sentía como mi casa.

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