Tuve una infancia algo triste, no solo porque provengo de una familia humilde, de las más humildes en el humilde barrio donde nací, sino porque mi temperamento melancólico acentuaba lo triste que pudiera tener la realidad. También porque era la menor de la familia, algo que puede parecer una ventaja y no lo es, porque genera una cierta sobreprotección, unida a una exigencia casi invisible, pero real, motivada tal vez porque los padres —y no los estoy juzgando— intentan corregir errores en su manera de educar. Cuando en primer grado, casi a los siete años, aprendí a leer, encontré el refugio ideal en los libros. Tuve juguetes siempre, algunos muy lindos, pero nunca más acepté jugar con mis primas, que insistían y no lograban convencerme. Mi único entretenimiento eran los libros. Leer, sumergirme en historias que me trasladaban a otros sitios, con el sabroso ingrediente de que estaban contadas con bellas palabras, me llenó de luces la vida. También contribuyó a esto mi entorno, lleno de historias folklóricas, familiares, de aparecidos, de supersticiones populares. Y el ambiente casi rural, porque vivía a escasas cuadras de un río de pequeño cauce, que durante la época de lluvias crecía un poco, y al que mi madre me llevaba a contemplar a las doce de la noche, cuando todos dormían. Todavía puedo sentir el contacto de su mano, a la que me agarraba con temor que a la vez era deleite de sentirme protegida, puedo escuchar el concierto de miles de ranas a las que ella llamaba cucarros, nombre que a nadie más he escuchado para nombrar un batracio. Y la sensación hermosa, entre fascinación y miedo, al ver el río desbordado de su cauce.

En la escuela sentí soledad dentro del grupo. Debo haber parecido rara a mis coetáneos, porque no se me acercaban mucho y a veces era objeto de burlas, o quizás era yo quien me alejaba y esa era la represalia. No así las maestras, sobre todo en los primeros grados, a quienes encantaba mi afición por los libros y mi facilidad para aprender. Lo cierto es que leer y mirar hacia mi interior es lo que más recuerdo de la escuela primaria. Algo esencial para una futura escritora.

La familia, los libros, la introspección y el contacto con la naturaleza nutrieron y nutren todavía mi imaginación.

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